El norte es la zona más degradada del estero Salado. Vecinos de toda la vida lamentan el deterioro del brazo de mar y reclaman más firmeza a las autoridades.


EXPRESO adelantó que la Defensoría del Pueblo, tras una denuncia del comité vecinal de la Kennedy Norte, investiga a varias empresas de la zona (por posibles vertidos) y pretende ampliar el caso a todo el estero. 312 compañías de la cuenca no poseen el permiso ambiental que expide el Cabildo. Pero este se ha comprometido a regularizarlas en 2017 y sostiene que su nivel de afectación es “el más bajo”.
Ha alzado un muro de bambú, palmeras y almendros para contener los hedores y oxigenar su jardín. Pero mantiene abierta una ventana natural al estero Salado que tanto ama. Confía en que algún día recupere parte del brillo que lucía en la década de los 70, cuando avistó un imponente lagarto: “Era un espectáculo. Y hasta no hace tanto, la gente se bañaba, navegaba y pescaba”.
Desde entonces, Rina Lapentti de Caputi, de 67 años, reside a los pies del brazo de mar, en una villa de tres cuerpos y ahumadas cristaleras emplazada en Miraflores.
El tramo que discurre junto a su domicilio ha sufrido un constante deterioro, acrecentado en la última década por las descargas industriales, que han convertido los ramales del norte en la zona más degradada del Salado. Así lo admitió el Ministerio del Ambiente (MAE) a EXPRESO la semana pasada.
Pero Rina se resiste a mudarse. Porque el Salado, incluso ahora que parece agonizar, “da sus respiros”. Ella todavía se emociona cuando las garzas, cada vez en menor número, acuden en busca de los pececillos que han sobrevivido al desastre. Y siente “ganas de llorar” cuando las aguas arrastran islas de basura o se visten de un “verde cetrino”, fruto de algún agente químico. “Si las autoridades fueran más estrictas, a lo mejor se respetarían las leyes”, subraya a este Diario la mujer, que aboga por fomentar también la sensibilización y educación ciudadanas.
Son muchos los moradores de Miraflores, Urdesa y la Kennedy Norte que coinciden en la necesidad de que el Municipio y el MAE apliquen la normativa ambiental con mayor firmeza. Algunos como Victoria Álava, de 66 años, amanecen con los ojos incandescentes y estornudando. Y en la tarde, cuando el sol se acuesta, padecen intensos dolores de cabeza.
Victoria se asentó en la Kennedy Norte, junto al estero, hace 24 años. Sus tres hijos, con los que aún vive, crecieron en unas riberas que los mismos padres limpiaban. Pero de aquella época solo quedan los recuerdos. “El puente Ecológico trajo mucho tráfico y contaminación, la ciudadela se pobló y aumentaron los problemas”, destaca.
Su mansión ha albergado decenas de eventos familiares. Sin embargo, ya apenas usa el patio, la piscina y el jacuzzi. La pestilencia, sumada al “aumento de los mosquitos”, obliga a los invitados a retirarse temprano. Por no hablar de los daños que registra la vivienda, cuyo muro delantero debe pintarse cada dos años: “El óxido lo carcome. Quizás sea por el ácido sulfhídrico. Desde que retiraron las dos plantas de superoxigenación en 2013, esta área ha quedado abandonada”. El MAE, no obstante, alega que los beneficios de los equipos son limitados si no se erradican los vertidos. Y su costo, “muy alto” ($ 420.000 anuales cada uno).
A diferencia de Rina, Victoria ya no puede más. Le apena cambiar de casa, pero en 2015 optó por ponerla a la venta. No le ha servido de mucho, porque no ha recibido ninguna oferta. “Seguro que no me darán un precio justo por ella”, asiente cariacontecida.
Su caso no es el único en los alrededores. Miguel Crespo, un consultor de 63 años con un cuarto de siglo en la ciudadela, asegura que muchos de sus fundadores, “cansados de los malos olores”, se han deshecho de sus hogares o los han alquilado. “Es horrible, no se puede pasear. Ya solo quedan unos gatos para matar a los ratones y alguna iguana. Las autoridades han permitido que suceda. Y nadie quiere hablar. Luego están los guayaquileños que botan sus desechos desde otros puntos. Y, por último, los empresarios sin escrúpulos. Esto se solucionará el día en que se haga cumplir la ley a rajatabla”, denuncia molesto.
Los efluvios a menudo despiertan a Alicia Hevia de madrugada. Profesora de 59 años, lleva 25 en Urdesa, donde reside con una hija en la calle Ficus, a pocos metros del brazo de mar. Adora las caminatas, pero ya no se conmueve al recorrer el manglar, como hacía cuando los críos chapoteaban: “No me provoca nada. En el puente zigzag de la avenida Kennedy, aparecen unas espumas enormes que parecen trozos de hielo”.
La contaminación ha ido “a peor” en su sector. Y no entiende por qué el Puerto Principal, a diferencia de otras ciudades, no revierte la situación con mayor premura. Por eso le parece fundamental que el Ministerio de Salud Pública mida el impacto de las descargas en los vecinos. Tal vez así, los afectados pasen a la acción: “Podría servir para exigir más. Porque los ciudadanos nos conformamos y nos marchamos a otros lugares en vez de unirnos y confrontar”.
Acciones ciudadanas

“No haremos reforestaciones hasta que esté más limpio”

Hace dos años, la ONG Amigos del Estero cesó la reforestación de los manglares, que estaba llevando a cabo desde 2010 en la zona norte. A pesar de que sus voluntarios solían armarse con botas, mascarillas y guantes, terminaban las jornadas indispuestos.
“Desistimos por seguridad. Nos dolía muchísimo la cabeza y nos sentíamos muy mal. Teníamos que ir corriendo a tomar leche y mucha agua. Y no queríamos poner en riesgo a nadie”, rememora Mónica Solano, licenciada en Turismo de 39 años, residente en Urdesa durante trece y coordinadora de la entidad, que también aglutina a ingenieros y abogados ambientalistas.
En aquel entonces, Mónica y sus compañeros comunicaron la decisión al ministro del Ambiente, Daniel Ortega. Y ya nunca retomaron ese tipo de acciones. “No reforestaremos el norte hasta que el estero esté más limpio. Todavía vemos que el lodo se encuentra contaminado. Y no sabemos cómo nos puede afectar”, constata.
El mayor pecado que evidencian el MAE y el Municipio es, a su juicio, la “falta de unión y ganas”. Y aunque sueña con la recuperación del Salado, cree que no se materializará hasta que se erija en “un icono” de la ciudad. “Si no quieren verlo desde el punto de vista ambiental, que lo hagan para generar empleo en distintos puntos como la Isla Trinitaria, la playita del Guasmo...”, sugiere convencida

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